miércoles, 19 de enero de 2011

El cuento

Escribí este cuento para demostrar a una compañera de un taller literario, al que asistía hace años, que se puede escribir de cualquier cosa si uno dispone de una mente creativa. "Pues escribe un cuento de setas, listo", me propuso. Y un servidor que, entre otros defectos, es muy insolente, lo escribió.

Ahora nos hemos propuesto hacer un corto de este escrito que surgió de un reto y un  gran reto nos planteamos.

Si os gusta el cuento, esperad a ver el corto, seguro que pasará a la historia.

Morchella esculenta
La cesta nos atrajo desde que entramos en aquella vieja tienda de antigüedades. Era perfecta, su tamaño, la calidad de sus materiales, sus formas redondeadas, su procedencia, incluso nuestras iniciales estaban grabadas en oro, de manera casual, casi premonitoria.
Preguntamos el precio al anciano que regentaba el local, pero aquello se escapaba de nuestras posibilidades.
-Es una buena compra, perteneció a la infanta Margarita-, dijo.
Y nos contó una vieja leyenda sobre ella.
En la calle, las siluetas se difuminaban en su carrera tras una cortina de lluvia que no cesaba. Los relámpagos iluminaban el atardecer y sus destellos ensombrecían el interior de la tienda, dándole un aspecto misterioso, oscuro, especialmente siniestro. El olor a madera vieja, a cuero, a papel convertido casi en pergamino, se mezclaba con un agradable aroma a incienso, un olor afrutado, que produjo en nosotros una desconocida sensación de libertad.
Fue entonces cuando Isabel me propuso robar la cesta. Yo no estaba de acuerdo.
-Vayámonos-, le murmuré al oído. Era sólo un canasto para recoger setas. Me parecía arriesgado, innecesario, una locura de adolescente.
Isabel insistía, −puedo robarla, el viejo no se dará cuenta-, me susurró con firmeza.
Se la notaba excitada, nerviosa, visiblemente sin control, pero su sonrisa trasmitía seguridad y a cada segundo multiplicaba su afán por hacerlo, actuando como si algo en aquel lugar le hubiera poseído.
De cuando en cuando, giraba la cabeza hacia el anciano dueño, buscando el mejor momento para saciar su apetito de delincuente  novicia.
Todavía me pregunto cómo pudo convencerme, pero lo hicimos. Aprovechando la violencia de la tormenta, atrapó la cesta y abandonamos el local dejando a nuestra espalda un suave campanilleo tras  la puerta.
Corrimos calle arriba bajo la lluvia hasta llegar al coche y abandonamos el pueblo casi a ciegas, entre ráfagas de viento y agua, a través del laberinto de calles empedradas confundidas entre el aguacero.
Estábamos excitados, nuestras miradas se cruzaban con sorpresa y la respiración era tan violenta que nos robábamos el aire, pero una intensa sensación de bienestar nos invadía. Isabel detuvo el coche en un estrecho camino, lejos de la carretera. Espontáneamente nos besamos, intercambiamos abrazos, caricias, pasión. En el exterior, la lluvia nos acompañaba en un estruendo de agua que estallaba sobre nosotros y protegidos por la niebla que pintaba los cristales de intimidad, consumamos nuestro amor aderezado con la adrenalina de nuestro robo.
 Desde aquel día, algo había cambiado en nuestras vidas. Ya  nada volvería a ser igual. Todo quedaría como una simple anécdota en nuestra memoria, como un secreto inconfesable. Incluso nos reímos recordando la extraña historia que el viejo nos contó sobre la cesta.
A la mañana siguiente nos adentramos en el bosque, como cada domingo, en busca de setas. Era un momento propicio después de la intensa lluvia durante la noche. Nuestra afición favorita, una pasión que nos arrastraba desde que nos conocimos. Algo que yo había heredado de mi familia y que Isabel había estudiado en su etapa de universitaria. Era una auténtica experta en todo lo referente a las setas, su recolección, tratamiento, características y utilidades. Distinguir una seta comestible de otra  venenosa o de un hongo afrodisíaco no suponía ningún secreto para ella.
El día despertó sombrío y el cielo amenazaba lluvia, pero decidimos caminar sobre el fondo de hojas que lo inundaba todo, buscando alguna colonia de setas en la profundidad del bosque, porque allí, en lo más profundo, se encuentran los mejores ejemplares y los más extraordinarios.
Nuestro objetivo era conseguir algún ejemplar de Morchella esculenta, una peculiar seta de sabor exquisito, pero verdaderamente difícil de conseguir y de un altísimo valor para cualquier comprador. Era un desafío para nosotros cada salida por el bosque, un reto que se había convertido en  una obsesión con el paso de los años.
Regresábamos con la cesta vacía, después de varias horas de búsqueda, cuando Isabel pudo ver una colonia de Amanita caesarea. Se detuvo junto a ella y arrancó delicadamente una seta de pequeño tamaño.
-Al final, no volveremos de vacío-, me dijo. Como de costumbre, empezó a detallar sus características. Había escuchado en innumerables ocasiones cómo Isabel describía diferentes variedades de setas, pero aquella mañana lo hacía de manera especial. Hablaba con la voz aterciopelada, sensual, con un torrente de sutileza, manifiestamente excitada, como si aquel hongo hubiera crecido entre sus delgados dedos de forma espontánea.
-Amanita caesarea con sombrero de unos diez centímetros aproximadamente, empezando con una forma hemisférica en su punta, para acabar en una forma plana, con el margen recto y ligeramente acanalado. La cutícula es lisa y brillante, de un intenso color naranja rojizo, algo lubrificada por la humedad del ambiente. Presenta restos de velo en forma de grandes clisés. Sus láminas, de color amarillo, aparecen juntas y libres y su esporada es de color blanco. Su pie es cilíndrico y separable, lleno de color amarillo vivo y presenta un anillo de color amarillo más suave al rededor. La volva, generalmente bilobulada, es membranosa, blanca y envuelve la base del pie. Su carne es tierna, de color blanquecino, nívea, excepto bajo la cutícula y en el exterior del pie, donde es amarilla. Su olor es irresistiblemente suave…

Era evidente que algo había cambiado en nuestras vidas y de manera instintiva los dos miramos hacia la cesta. Desde que la vimos en la tienda se había despertado en nosotros un impulso irrefrenable de locura, algo que de alguna manera se nos escapaba, parecía que caía sobre ella un misterioso embrujo que nos hacía perder el control y recurrir a nuestros instintos más primarios. La leyenda que nos había contado el anciano, parecía recobrar vida.
Recogimos las setas con mayor delicadeza de lo habitual y cubrimos el expolio con un manto de hojas secas, y sobre él consumamos nuestros más oscuros e incontrolables deseos, perdidos entre el follaje y arropados por la infinidad del bosque.
Una vez en casa, Isabel comenzó a limpiar las setas, que formarían parte de un delicioso guiso para la cena. -No estoy segura-, me dijo al entrar.
Era la primera vez que le veía dudar. A pesar de su similitud, no podía creer que hubiera confundido un  comestible y delicioso manjar de Amanita caesarea, con una venenosa y mortal colonia de  Amanita  phalloide  (o la temible cicuta verde). Pasando por alto el riesgo de muerte que supondría su ingesta, me propuso cocinar las setas sin darle importancia a las consecuencias que nos podía ocasionar.
-Comamos las setas-, me dijo con ternura.
Yo le miré asustado, sorprendido de su actitud, pero en su rostro había algo que volvió a despertar aquel extraño embrujo  que se  cernía sobre el canasto. Otra vez se había apoderado de nosotros y volvimos a perder el control, lubricados en sudor y emborrachados de lujuria.
Más tarde nos sentamos a la mesa y empezamos la cena. La poca consciencia que nos quedaba intacta, nos avisaba de las consecuencias, pero aquel olor era irresistible. Nos miramos con gozo. Levantamos las copas de vino y brindamos.
-Hasta siempre-, nos dijimos.
Si aquel guiso tenía sabor a muerte, merecía la pena morir para traspasar la línea que lleva hasta el éxtasis de la incertidumbre.
Nunca pensé que la cicuta produjese un morir tan dulce, tan placentero. El veneno no había castigado nuestro estómago, ni lo había retorcido violentamente conduciéndolo hasta el vómito. Sólo había provocado  un pequeño salto hacia el más allá, a través de un profundo sueño. Y la realidad era sólo eso, un poderoso sueño que nos había atrapado a los dos después de la cena.
-Estamos vivos-, me dije. Era evidente que las setas que habíamos ingerido, no eran venenosas.
Al final del pasillo pude escuchar cómo Isabel trasteaba en la cocina. Llegué hasta ella, nos miramos con recelo, nos abrazamos y enseguida nos dimos cuenta de que todo aquello estaba llegando demasiado lejos.
-Encontré esto en el fondo de la cesta-, me dijo mientras sujetaba un estropeado documento en su mano. Isabel me miró sorprendida y me ofreció el papel. Pero no podía ser cierto. Todo aquello era fruto de una casualidad generada sin duda por algún poder superior.
El viejo papel estaba escrito por la infanta Margarita y parecía auténtico, o por lo menos su firma y la visible degradación del documento, así lo confirmaba. Y verdaderamente era extraordinario, pues en pocas líneas describía las características del hongo que tanto tiempo habíamos perseguido.

-Morchella esculenta. Presenta sombrero con forma de panal globoso a subgloboso con carácter determinadamente cónico y su ápice obtuso. Las costillas no son paralelas. En la superficie del himenio aparecen unos alvéolos profundos, irregulares, de color ocre amarillento. El pie es cilíndrico y hueco con la base claviforme, de color blanco cremoso, más claro que el sombrero y con la superficie pruinosa, cubierta por una especie de polvo harinoso. Desprende un poderoso  y atractivo olor espérmico.

Había escuchado a Isabel repasar las características de la Morchella esculenta muchas veces. En  cada salida al bosque lo repetía insistentemente. Canturreando entre dientes como una especie de ruego que le ayudara a descubrir algún ejemplar.
En el reverso de la hoja, se explicaba de manera detallada los posibles usos culinarios a los que se podía destinar aquella seta y resaltaba sus diferentes utilizaciones para la preparación de conjuros en materia de brujería.
-Devolvamos la cesta-, grité asustado, pero ella me insistió para que acabara de leer el papel.
En las últimas líneas se podía leer como cultivar la Morchella esculenta en grandes cantidades.
Principalmente se necesitaba un lugar húmedo, sombrío y un suelo extraordinariamente rico en materia orgánica. Pero no tuve valor para terminar de leer lo que había escrito en aquel viejo papel, era algo demasiado morboso, una especie de profecía.
-Devolvamos la cesta-, insistí con ira. 
-Nos haremos ricos, ricos-, repetía ella con ojos de codicia.
A pesar de su insistencia, pude convencer a Isabel para devolver la canasta al anciano de la tienda de antigüedades. El entendería que todo había sido un error, una travesura sin importancia que sabría perdonarnos.
Ahora me doy cuenta de que aquella cesta tenía un poder sobrenatural que hacía enloquecer a sus propietarios.
El  sábado siguiente llegamos a la tienda. El anciano reconoció nuestros rostros y nos amenazó con un antiguo rifle militar.
-¡Fuera, fuera!-, nos gritó, -y váyanse al infierno con esa maldita cesta-, añadió tembloroso.
Pero aquel lugar volvió a provocar en nosotros la misma sensación que nos invadió el día que cometimos el robo. Y poseídos, seguramente, por la maldición que perseguía aquella macabra cesta, decidimos seguir celosamente los pasos imprescindibles para el cultivo de la Morchella esculenta, según se explicaba en aquel viejo papel.
Al año siguiente, conseguimos nuestra primera colonia de setas y conseguimos venderlas a muy buen precio. 
La primera, y más importante condición, era mantener la cesta en nuestro poder.
El segundo requisito era encontrar en el bosque un lugar secreto, sombrío, húmedo y así lo hicimos también.
Por último, debíamos enriquecer la composición del suelo, y según se explicaba detalladamente en aquel escrito, la descomposición de un cadáver, era la mejor manera posible para conseguir un suelo rico en materia orgánica, donde la Morchella sculenta pudiera crecer de manera espontánea, con total normalidad y utilizamos al anciano.
Gracias a Isabel las siguientes cosechas fueron extraordinarias, pero ella no pudo comprobarlo.

                                                                                             Sergio García Rubio

Maquinando

El autor del texto, Sergio, no para de darle vueltas. Quiere más, sabe que puede hacer más. Así que, se lanza a la aventura. Y para ello "pesca" a unos "pobres incautos" para hacer un corto, no se le puede decir que no, te convence con cuatro palabras. Y ahí estamos, vamos a grabar un vídeo sobre su cuento Morchella esculenta. De momento sólo tenemos eso, la idea, y las ganas, claro. Hay que verse, y mucho, para madurar el proyecto.



Creo que nos vamos a divertir. De eso se trata. Suerte.